Hay cosas que acongojan toda la vida, Laura lo sabía, llevaba dedicándose a la pedagogía suficiente tiempo como para haber aprendido a sobrellevar las frustraciones que la congoja trae consigo.
Vivía sola desde aquella noche en que discutiendo con Jaime por cualquier estupidez, éste había arrancado la pulsera de chaquiras que él mismo le regalo hacía diez años, cuando habían decidido formalizar a lo que ellos llamaban “el asunto”; al romper la pulsera las cuentas bailaron en el piso al ritmo del goteo de lágrimas que Laura no pudo contener cuando pidió (de la manera más atenta) a Jaime que se largara.
Hoy se cumplen dos años del incidente, Laura se levanta temprano, toma un baño y un café caliente mientras se maquilla, el libro con el que preparó su clase la noche anterior sigue sobre la mesa, la ropa en el suelo y el control de la tele junto al cesto de pan, sobre la mesa. Enciende la televisión, hoy particularmente no puede con el silencio, conoce la fecha y mientras da un sorbito de café decide que tiene que conseguir un perro. Es entonces cuando la despedida del locutor de noticias matutinas le hace recordar que va retrasada a sus labores, sale de casa súbitamente y el carro no enciende, claro, había olvidado ¿A propósito? Poner gasolina un día atrás. Corre al metro, entre empujones ha logrado abordar el vagón luego de 20 minutos de espera, -No importa, aún tengo tiempo- dice para sí pensando en la junta de academia a la que de cualquier forma no tenía ánimos de asistir. Después de dos vendedores de discos, uno de chicles y un ciego cantor, Laura desciende del vagón y se encamina a tomar un taxi, debe llegar a dar su clase.
Ella no puede concentrarse, da clase de literatura y hoy “Cien años de soledad” le ha remitido al desengaño de su vida; lapsus de infancia, historias de un romance…¡Su romance! Por el comentario de un alumno Laura había recordado a Jaime, a su pulsera rota, pero no podía recordar el motivo que detonó aquella discusión. La clase ha terminado, …temprano…prefiere refugiar su mente en trámites que en cualquier otro momento le provocarían un seguro malestar, y está Laura en su oficina hasta que el hambre y los deseos de unas pantuflitas azules la vencen.
Y ahí va, de nuevo al metro. En el trayecto de vuelta a casa, dos ciegos con enormes bocinas colgadas al pecho se suben al mismo vagón; uno de cada extremo, evidentemente llevaban rutas contrarias, pero sin lugar a dudas chocarían al centro del vagón, sus cuerpos se toparían de frente con el horrible ruido que ambos llevaban en el torso; probablemente un mundo paralelo colapsaría justo enfrente de los ojos de Laura, quien sólo se apartó del pasillo a observar el momento; esperaba lo peor. Un sudor frío se apodera de ella pero no decide si advertirlos de su fatídico choque u observar como buena Voyeur de la vida a que el suceso se dé y entonces simplemente sacarlo de su sistema; recuerda a Jaime, la pulsera, recuerda entonces que la discusión explotó porque habían decidido pintar la casa y ella había manchado accidentalmente una copia de la tesis doctoral de Jaime, los ánimos se caldearon y decidieron que en realidad ya no se soportaban desde hacía mucho tiempo; el accidente sólo fue un pretexto. Al final los ciegos llegaron al centro del vagón y descendieron en la siguiente estación, cada uno tomó su camino sin que el mundo colapsara.
Al llegar a casa, Laura sonríe, puede recordarlo y ya no lo padece, va al baño, lava sus manos y al mirar el filo de la puerta, descubre una cuenta de chaquira de aquella pulsera; atascada en el marco de la puerta, sugerente, como si hubiera estado esperando el momento justo para mostrarse. Laura entonces decide dejarla donde está; ha recordado la angustia de los dos ciegos a punto de encontrarse en el centro del vagón.
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